EL VIEJECITO DE LAS ESPADAS

Del libro "Buceando en la Sevilla Perdida"

Era el viejecito de las espadas, delgado como un alambre.
Sus hombros caían, vencidos de soportar el lurdo envite de la
vida. Sus ojos, hundidos por el sufrimiento y enmarcados en
multitud de arrugas nacidas de luchar denodadamente con el
resol de las cales omnipresentes en las fachadas, obsequiaban
con su eterna sonrisa a todos los niños, a quienes quería desde
lo más profundo de su ser.
Llegaba al barrio tirando de un carrito que había sido
remolque de alguna bicicleta que tal vez tuviera algún día y que,
por necesidad, o por no poder ya manejarla, habría tenido que
vender. En aquél carrito transportaba su tienda, verdadera
atracción para la chiquillería.
Las espadas, hechas con listones recuperados de
armazones de piezas de tela que el buen hombre recogía en unos
afamados almacenes donde trabajaba un conocido, tenían su
hoja perfectamente pulida, su empuñadura pintada de negro, y
su punta ensangrentada, para que ni heridos faltasen en la pelea.
En otra esquina del carro estaban las cuadras. En ellas esperaban
pacientemente una recua de briosos animales cuya cabeza,
perfectamente dibujada sobre un pliego de cartón del cuatro,
había sido engastada en un largo palo, colocándole un cordón
por brida. En la otra punta, una ruedecita de madera hacia las
veces de patas de los veloces corceles. Algunos, incluso, disponían
de auténticas crines de esparto que dejaban tras de sí un
inequívoco rastro de bastas guedejas, que servían al enemigo
para localizar al caballero.
Agustín Pérez González
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Completaban su mercadería -que vendía o cambiaba por
botellas- algunas cimitarras y escudos, con su media luna o su
cruz bordadas sobre el cartón con papel estaño, que aún
guardaban en su plateada intimidad la esencia del chocolate
contenido hasta recientes fechas.
Ni que decir tiene que todos buscábamos como podíamos
las botellas precisas para disponer de tan sofisticado
armamento. Sin embargo, el que no podía lograrlo, construía su
cimitarra con la penca de una piña de dátiles y .... a la guerra,
pues justo en esos momentos, comenzaban las cruzadas en el
barrio.
Como todo juego violento, casi siempre terminaba en
serio, pues siempre había alguien que se tomaba a pie juntillas
las órdenes de defender su plaza hasta la muerte y, en el fragor
de la lucha, se le escapaba algún que otro mandoble que
provocaba una pequeña ( y a veces no tan pequeña) herida, con
la que terminaba la guerra por un tiempo, pues nuestras madres
mantenían secuestradas las armas hasta que se les olvidaba el
incidente.
Siempre que pienso en aquél viejecito, siento hacia él un
gran cariño y pienso, como entonces, que mis abuelos, a los que
nunca conocí, debían haber sido tan dulces y tan mañosos
como él.

Agustín Pérez González